Considérenlo Negativamente
“En el seno del Padre, el Hijo no estaba sujeto a ninguna de esas tristes consecuencias del débil y endeble estado de humanidad que asumiría luego:
- Él desconocía el dolor; no había tristeza ni suspiros por nada en el seno donde Él estaba.
- Él nunca sufrió pobreza ni necesidades mientras continuaba en ese seno.
- Nunca tuvo que soportar reproches ni vergüenza en ese seno, no había más que gloria y honor reflejado sobre Él por Su Padre.
- Su santo corazón no fue jamás ofendido por una sugerencia impura o una tentación del diablo; todo el tiempo que Él estuvo en ese seno de amor y paz, Él nunca conoció lo que era ser asaltado por las tentaciones o asediado y maltratado por los espíritus inmundos.
- Él nunca sufrió dolores o torturas en el alma o en el cuerpo, no existían tales cosas en ese bendito seno donde Él descansaba.
- Su Padre no se escondía o se apartaba de Él; no había una nube de eternidad sobre el rostro de Dios, hasta que Jesús no dejó ese seno.
- Nunca hubo impresión alguna de la ira de Su Padre sobre Él, como hubo más tarde.
- No existía muerte a la cual Él estuviera sujeto, en ese seno. Todas estas cosas eran nuevas para Cristo: Él estaba por encima de todas ellas, hasta que por nuestro bien Él se sujetó a Sí mismo voluntariamente a ellas.”
Considérenlo Positivamente
“Consideremos la condición y estado de Cristo, cómo era, y supongamos por medio de algunas consideraciones particulares (ya que de hecho sólo podemos suponer) sobre la gloria del mismo:
- No podemos hacer otra cosa que concebirlo como un estado de felicidad inigualable, si consideramos a las personas gozando y deleitándose entre ellas: Él estaba con Dios (Juan 1:1). Dios, como saben, es la fuente, océano y centro de todo gozo y deleite: “En Tu presencia hay plenitud de gozo” (Salmo 16:11). Estar envuelto en el alma y seno de todo deleite, como Cristo estaba, debe ser un estado que sobrepasa la percepción; tener la fuente de amor y deleite revelándose tan inmediata, completa y eternamente, sobre su unigénito amado de Su alma, como nunca antes se vio con nadie; deja ver qué estado de felicidad trascendental debía ser este. Las grandes personas tienen grandes deleites.
- Consideremos la intimidad, el apego, sin dudas, la unidad que esas grandes personas tienen entre ellas: mientras más cercana es la unión, más dulce la comunión. Ahora bien, Jesucristo no sólo era cercano para Dios y querido por Él, sino que era uno con Él; “Yo y el Padre uno somos,” (Juan 10:30). Uno en naturaleza, voluntad, amor y deleite. Ciertamente hay una unión moral de almas entre los hombres por amor, pero esta era una unidad natural; ningún hijo es tan unido a Su Padre, ningún esposo es tan unido a la esposa de su corazón, ningún amigo tan unido a su amigo, ningún alma es tan unida a su cuerpo, como Jesucristo estaba unido a Su Padre. ¡Oh cuántos deleites sin igual deben fluir necesariamente de esta unión bendita!
- Consideremos además la pureza de este deleite en el cual estaban abrazados los benditos Padre e Hijo; los mejores deleites que las criaturas sienten unos por otros, están mezclados, viciados y disipados; si hay algo deslumbrante y encantador, también hay algo empalagoso y desagradable. Mientras más puro sea el deleite, más excelente será. Ahora bien, no hay riachuelo transparente que fluya con tanta pureza de la fuente, no hay rayo de luz que llegue tan puro desde el sol, como el amor y los deleites que había entre estas santas y gloriosas personas: el santo, santo, santo Padre abrazó al tres veces santo Hijo con un santísimo deleite y amor.
- Consideremos la constancia de este deleite; era desde la eternidad; nunca se interrumpió ni un momento. La desbordante fuente del deleite y el amor de Dios nunca detuvo su curso, nunca decayó; sino como Él dice en el texto, «Y era su delicia de día en día, teniendo solaz delante de Él todo el tiempo» (Proverbios 8:30). Una vez más consideremos la plenitud de ese deleite, la perfección de ese placer.»
(Obras, vol. 1, p. 45-47)