«Jesucristo vio a los hombres no en su mejor momento, cuando Él dio Su vida por la redención de ellos, sino en su peor momento. Esto es claro, sí, es evidente: si ellos hubieran estado sanos, no habrían necesitado un médico; si no estuvieran perdidos, no habrían necesitado un Salvador; si la enfermedad no hubiera sido tan mala, no habrían necesitado una medicina tan inigualable como la sangre de Cristo; si no se hubieran estado tan desamparadamente perdidos, no habría habido necesidad de omnipotencia para intervenir y efectuar su rescate; y la ruina no hubiera sido terrible hasta tal grado, no hubiera demandado que Dios mismo venga en carne humana y haga expiación por la culpa con Su propia muerte en la cruz. La gloria del remedio demuestra la gravedad de la enfermedad. La grandeza del Salvador es una evidencia segura de lo terrible de nuestra condición perdida. Mira entonces, y mientras el hombre se hunde, Cristo se levantará en tu estima; y mientras valoras al Salvador, serás cada vez más y más afectado por el terror a causa de la grandeza del pecado el cual necesitó tal Salvador para redimirnos de éste». (El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano, vol.20, p.413)

«Observen a continuación, que cuando el Hijo de Dios determinó morir por los hombres, Él los veía como impíos, y lejos de Dios haciendo malas obras. Al poner Sus ojos sobre nuestra raza , Él no dijo: ‘Aquí y allá veo espíritus de más noble formación, puros, sinceros, buscadores de la verdad, valientes, desinteresados, y justos; y por lo tanto, a causa de estos escogidos, voy a morir por esta raza caída.’ No, sino que mirando a todos ellos, Aquél cuyo juicio es infalible declaró este veredicto, ‘Todos ellos se han ido fuera del camino; a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno; ni siquiera uno.’ dándoles ese valor y nada mejor que eso, Cristo murió por ellos… Jesús nos vio como éramos en realidad, no como nuestro orgullo imagina ser; Él nos vio sin Dios, enemigos de nuestro propio Creador, muertos en delitos y pecados, corruptos, y asentados en maldad; e incluso en nuestro ocasional clamor por el bien, buscándolo con juicio ciego y el corazón de prejuicios, por eso ponemos lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo. Él vio que en nosotros no había nada bueno, sino toda maldad posible, por lo que estábamos perdidos – por completo, desamparados, irremediablemente perdidos aparte de Él. Aunque viéndonos en esa dificultad y condición desgraciada y sin Dios, Él murió por nosotros». (Púlpito del Tabernáculo Metropolitano, vol.20, p.495-496)

«Poniendo todas estas cosas en una sola, el hombre por naturaleza, donde Cristo lo encuentra, está completamente desprovisto de fuerza de todo tipo, para cualquier cosa que sea buena – al menos, todo lo que es bueno a los ojos de Dios, y es agradable a Dios … Él no tiene la fuerza en sí mismo en absoluto. Él está sin fuerza, y allí yace – sin esperanza, desamparado, arruinado, y deshecho, totalmente destruido; un espléndido palacio en completa ruina, a través de cuyos muros rotos soplan los vientos desolados con gemidos terrible, donde las bestias de nombres maléficos y las aves de alas repugnantes frecuentan; un majestuoso palacio, pero en ruinas, completamente en ruinas e incapaz de auto-restauración. ‘Sin fuerza.’ Ay! ¡Ay! pobre humanidad! «(Púlpito del Tabernáculo Metropolitano, vol.20, p.412)

«A continuación, noten – y este es el punto que quiero constantemente mantener ante vuestra vista – que Jesús murió por compasión pura. Él debió haber muerto de la más gratuita benevolencia por los que no la merecen, ya que el carácter de aquellos por quienes murió no podría haberlo atraído, incluso debe haber sido repulsiva a Su santa alma. Los impíos, los paganos – ¿Puede Cristo amar a los impíos por su carácter? No, Él los amó a pesar de sus ofensas, los amó como criaturas caídas y miserables, los amó según la multitud de sus piedades y misericordias, por piedad, y no de admiración. Viéndolos como impíos, sin embargo Él los amó. ¡Éste es amor extraordinario! No me sorprende que algunas personas son amadas por otras, porque ellos llevan un potente encanto en sus rostros, sus vidas son adorables y sus personalidades te atrapan en afecto; ‘Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.’ Él nos miró, y no había ni una solitaria belleza en nosotros, estábamos cubiertos de heridas, y contusiones, y llagas petrificadas, distorsiones, manchas, y contaminaciones; y sin embargo, por todo eso, Jesús nos amó. Él nos amó, porque Él quería amarnos, porque Su corazón estaba lleno de compasión, y no podía dejarnos perecer. La piedad lo movió a buscar los objetos más necesitados para que Su amor pueda demostrar su máxima habilidad en levantar a los hombres de la más baja degradación, y ponerlos en la posición más alta de santidad y honor. «(Púlpito del Tabernáculo Metropolitano, vol.20, p.499 – 500)

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